
Mi primer acercamiento al boogie rock fue con Status Quo, banda
escandalosamente ninguneada por un amplío sector del rockerío, que los
considera una formación futíl, blanda y vendida al maimstream. No sé para
vosotros, pero para mí las siluetas de Parfitt, Rossi y Lancaster moviéndose al
unísono mientras atacan, por ejemplo, “Caroline”, es sinónimo de puro
rock´n´boogie in your face. Luego llegaron otros maestros del género. Debo
citar a Canned Heat como otros de mis favoritos, por supuesto ZZ Top, la
profunda guitarra de John Lee Hooker, que con ese tempo te arrastraba al
mismísimo infierno, todos los grandes del southern rock, con especial mención a
los inmensos Foghat y a mis adorados Lynyrd Skynyrd y tampoco me gustaría
olvidarme de Black Oak Arkansas, cuyo clásico “Jim Dandy” lo debo haber
escuchado, bailado y disfrutado en millones de ocasiones. Sí señor, tenía muy
claro lo que era el boogie rock por excelencia o al menos eso creía.

Cuando cayó en mis manos “Focus Level”, la primera entrega de Endless
Boogie, me tuvo hipnotizado una temporada larga. Era imposible etiquetarlos ni
describirlos, raros de cojones, eran como un aborto bastardo entre el blues más
primigenio y la psicodelia más pasada de vueltas y sin embargo, ellos, más
concretamente el guitarrista Paul Major, se definían como una banda de boogie
infernal, “sólo queremos llevar la música de John Lee Hooker y Son House a otro
nivel. Somos como ese boogie blues interminable y tenebroso que va a por ti
para arrastrarte a lo más profundo de tus pesadillas”. La cita es extraña, pero
totalmente definitoria de lo que era su música, una jam interminable donde las
enmarañadas guitarras de la pareja Major/ Eklow literalmente te hieren el alma,
mientras los gruñidos y susurros del Sr. Top Dollar (el alias de Paul Major) te
hacen viajar a una dimensión donde los espíritus de Willie Dixon, Robert
Johnson, Fred McDowell, Muddy Waters o Son House están montando una buena
fiesta.

Hubo cierto conato de éxito cuando una canción de su segundo largo, “Tarmac
City”, fue incluida en la banda sonora de la popular serie Sons Of Anarchy,
dándole al cuarteto neoyorkino cierta notoriedad, pero sólo fue eso, unas
cuantas menciones en alguna publicación de tendencias y vuelta al oscuro
underground. Lógico, a pesar de que “Full House Head” era otro impecable manual
de cómo coger el legado del blues y hacer algo novedoso, fresco y excitante, el
álbum pasó prácticamente desapercibido para un público que los encontraba
demasiado extraños. Justo tras la salida de su segundo engendro, leí a Jesper
Eklow decir unas cuantas verdades: “Podríamos sonar más normales, pero no nos
sale, amamos a gente como Captain Beefheart o Frank Zappa y si a ellos les
sirvió, no veo porqué nosotros no podemos hacer lo que queramos. Si prefieres
el blues limpio y comercial ahí tienes los artistas de Alligator, nosotros
hacemos otra cosa, tómanos o déjanos es así de sencillo”.

Y eso lo decía después de facturar el que se me antoja su disco más
“accesible”, porque con “Long Island”, su hasta la fecha última referencia,
vuelven a la senda más retorcida, al camino menos transitado, al sonido más
enfermo, en otro pepinazo de puro blues demoniaco e incandescente que hace que
los altavoces de tu equipo estallen en mil pedazos. Pues sí amigos, estaba
equivocado de medio a medio, mi concepto de lo que es el boogie ha cambiado por
completo, y la culpa la tiene esta panda de psycho killers que han agarrado por
el cuello al estilo, lo han matado, se lo han comido, lo han digerido y han
expulsado al mundo otro concepto de blues totalmente diferente al que estábamos
acostumbrados: el boogie sin fin.
No hay comentarios:
Publicar un comentario